Foto cedida por la editorial © Carlos Ruiz B.k.

En La dama de la niebla, Carla Montero nos lleva a la Isla de Man, 1938, un enclave imantado por el vértigo: carreteras que se enredan en acantilados, viento con eco de guerra y una comunidad donde todos guardan algo. Allí desembarca Mila Kovac, joven piloto española que ha decidido volver a competir tras la muerte de su marido, el legendario Anton Behra. No busca redención: busca seguir viva. Y ese impulso la coloca en la parrilla de salida de una historia en la que el amor, la ambición y las verdades ocultas corren a contrarreloj.

Montero ancla la novela en un momento clave: la antesala de la II Guerra Mundial, cuando Europa tiembla y el automovilismo vive su edad de oro. Los garajes huelen a gasolina y a promesa; los nombres de pilotos resuenan como si fueran héroes trágicos; y, en ese mundo de clubes, cronómetros y rivalidades, irrumpen mujeres reales que se atrevieron a competir. La autora las rescata del margen y las pone en el centro, sin convertirlas en estampas: son profesionales, toman decisiones y pagan sus precios.

La trama avanza entre entrenamientos, tensiones personales y una atmósfera de suspense que se espesa con la bruma. Hay un pulso policial —una muerte con aroma de asesinato— que no invade la novela, pero sí la tensa; hay secretos de familia, pactos con sombras del pasado y una pregunta que late en cada página: ¿qué se está dispuesto a perder para cruzar primero la línea de meta?

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