Eric Jiménez, esencial batería de bandas como Lagartija Nick y Los Planetas, se descuelga con una valiente autobiografía en clave íntima en la que repasa su existencia, marcada por la música y la lucha constante contra la soledad y los elementos más aburridos de la sociedad.
En los últimos tiempos, se está produciendo en España un curioso y festejable fenómeno de recuperación de la(s) memoria(s) de personajes ocultos u olvidados habitualmente en los libros de Historia más o menos oficiales. Sucede en todos los ámbitos de la creación y con todas las peculiaridades patrias que se quiera. Sin embargo, es especialmente llamativo en lo que se refiere a las indagaciones biográficas pertenecientes al lado más underground, o contracultural, de nuestras últimas décadas. Pienso a vuelapluma en casos recientes como los de Nazario, Pablo Carbonell, Edi Clavo, o los más académicos trabajos de Germán Labrador, que rescatan voces y presencias que han protagonizado, más o menos apartados de los focos mediáticos, los capítulos más interesantes del arte y la cultura españoles desde la muerte de Franco. A esa insigne nómina vienen a sumarse ahora estos Cuatro millones de golpes del músico granadino Eric (Ernesto) Jiménez, editado con gusto y tapa dura por Plaza y Janés.
El propósito del ejercicio memorialístico lo deja claro (él) Eric en la dedicatoria que brinda a su hija Gabriela al principio del camino, para que tome nota de lo que ha y no ha de hacer en su propio crecimiento, y del amor incondicional de su padre ya desde las primeras letras. Lo que encontrará su hija cuando decida enfrentarse al libro es el recorrido de una vida que, contada así, resulta vertiginosa en lo personal. Vida que se antoja, además, imprescindible para entender mejor el desarrollo del rock and roll (dejemos la indietiqueta a un lado) en este país durante las últimas tres décadas.
El estilo utilizado en la escritura, proceso en el que recibió la ayuda, consignada honestamente al final, de Holden Centeno, es directo, sin artificios y armado sobre frases cortas. Quizá me equivoque, pero la lectura de los golpes transmite la sensación de que el autor se ha sentido a gusto, cómodo, construyéndolo, aunque no ahorre dolores ni perturbaciones en el empeño, lo que otorga al resultado final un aroma intimista, de conversación sincera, en ocasiones catártica, que añade más valor, si cabe, a la historia.
En principio, sorprende que uno de los tipos, si no temidos, sí más respetados en los círculos del último pop español, se lance a bucear en sus peripecias vitales, en sus partes más narrables o sustanciales al menos, a corazón abierto, dejando transparentar una personalidad a la que la vida no ha regalado nada y que, desde una vulnerabilidad perfectamente comprensible y disimulada en el ajetreo rockero-existencial, se ha sobrepuesto a los golpes de la vida a base de coherencia y perseverancia en su trabajo: la batería. De todas formas, reconoce que si algo le ha salvado de perder de vista la realidad de forma permanente, o algo peor, ha sido el público, que le ha acompañado desde sus inicios punk en la Granada de principios de los ochenta.
Antes de convertirse en músico, la infancia y primera adolescencia de Eric estuvieron marcadas por la soledad y la vida reflejada en los variopintos habitantes de la pensión que regentaba su madre, figura querida hasta el final. El padre ausente, por el contrario, se convirtió pronto en el primer focalizador de la rabia y el desconcierto que guiarían parte de sus primeros años granadinos. Una infancia libertaria, dura, de las que iban curtiendo la piel en aquellos tiempos transicionales y que convirtió al joven inquieto en alguien precoz en muchos aspectos: en el amor, en las decepciones, en el punk. Porque la edad de Eric le convierte ya en testigo y protagonista del nacimiento del punk-rock en Granada.
Con su presencia en los primigenios KGB, vive desde dentro la efervescencia subterránea de la ciudad andaluza, donde sonaban los ecos que llegaban de la movida capitalina “incluso con más intensidad”, con el Silbar y su crisol de tribus como base temprana de operaciones. Eric no se pierde en divagaciones sociológicas; la heroína está, cómo no, pero su presencia en los círculos del protagonista se aborda con frialdad notarial. Y después llegó Lagartija Nick y su vanguardia sonora, proyecto que perdura en el tiempo y que Jiménez fundó con una de las personas verdaderamente importantes en su vida: el músico Antonio Arias. Juntos visitarán cumbres y sótanos, y juntos crearán, con el añorado Enrique Morente, los paisajes que configuran Omega, el disco que los llevó a sobrepasar estilos y fronteras. Los momentos compartidos con Morente son de los más disfrutables del libro, al traslucir el respeto y el cariño que sus paisanos rockeros profesaban, y profesan, al maestro.
Y, por fin, aparecieron Los Planetas, banda que cambió definitivamente su vida. Eric es parte del entramado de la orquesta química desde el fundamental Una semana en el motor de un autobús, y con ellos, sin abandonar otros proyectos, ha terminado de configurar su peculiar estilo con las baquetas (“siempre que toco la batería, la bailo”), influenciado al principio de su andadura por elementos como Budgie, de los Banshees, o la Semana Santa de Granada. Cualquiera que haya visto a Eric en directo, y sospecho que a estas alturas debemos ser legión, sabe que no se anda con remilgos a la hora de cartografiar los edificios sonoros de los músicos con los que pisa escenarios. Pues bien, esa contundencia de batería-kamikaze se puede aplicar perfectamente a su escritura y a su experiencia retrovisora, en las que no se le puede acusar de no haber puesto corazón.
Cuatro millones de golpes, rico en atractivos, queda, además de como homenaje a su hija y a su público, como uno de los primeros relatos personales de una de las últimas generaciones españolas ligadas a un movimiento o escena musical, la llamada, aquí sí, indie. Sin embargo, es mucho más lo que guarda dentro, con su inmenso desfile de personajes y la excepcionalidad de conocer las opiniones (su descripción de las discográficas independientes no tiene desperdicio) y secretos de un maestro de un instrumento, la batería, cuyos ejecutantes no se suelen prodigar tanto como el resto de miembros, más expuestos, de los grupos de rock.